Vanity. (1910). John William Waterhouse
José Ingenieros,(1877-1925), oriundo de Palermo, Italia.
Fue médico, psiquiatra, psicólogo,farmacéutico, escritor, docente, filósofo y sociólogo;
desarrollando su genial actividad en la Argentina.
Introdujo la sicología en nuestro país y ejerció una gran influencia en el pensamiento de su tiempo. Quizás su obra cumbre sea
El hombre mediocre, (1913): es un tratado de sicología social, en la que describía al hombre moldeado por el medio, sin ideales ni individualidad.
Repaso aquí algunos de sus pasajes, de enorme vigencia:
"El hombre, es. La sombra, parece.
El hombre que pone su honor en el mérito propio y es juez supremo de sí mismo; asciende a la dignidad.
La sombra pone el suyo en la estimación ajena y renuncia a juzgarse; desciende a la vanidad.
Hay una moral del honor y otra de su caricatura: ser o parecer.
Cuando un ideal de perfección impulsa a ser mejores, ese culto de los propios méritos consolida en los hombres la dignidad, cuando el afán de parecer arrastra a cualquier abajamiento, el culto de la sombra enciende la vanidad.
Del amor propio nacen las dos: hermanas por su origen, como Abel y Caín. Y más enemigas que ellos, irreconciliables.
Son formas diversas de amor propio. Siguen caminos divergentes:
La una florece sobre el orgullo, celo escrupuloso puesto en el respeto de sí mismo; la otra nace de la soberbia, apetito de culminación ante los demás. El orgullo es una arrogancia originada por nobles motivos y quiere aquilatar el mérito;
la soberbia es una desmedida presunción y busca alargar la sombra".
Durante siglos, se ha tergiversado la verdadera acepción de palabras como orgullo:
"De ahí el equivocar la vanidad con la dignidad, que es su antítesis, y el intento de tasar a igual precio los hombres y las sombras, con desmedro de los primeros.
En su forma embrionaria revélase el amor propio como deseo de elogios y temor de censuras: una exagerada sensibilidad a la opinión ajena".
En los vanidosos, "el deseo de brillar en su medio y el juicio que sugieren al pequeño grupo que los rodea, son estímulos para la acción.
En los dignos el propio juicio se antepone a la aprobación ajena; en los mediocres se postergan los méritos y se cultiva la sombra. Los primeros viven para sí mientras que los segundos vegetan para los otros. Si el hombre no viviera en sociedad, el amor propio sería dignidad en todos; viviendo en grupos, lo es solamente en los caracteres firmes.
El elogio del mérito es un estímulo para su simulación. Obsesionados por el éxito, e incapaces de soñar la gloria, muchos impotentes se envanecen de méritos ilusorios y virtudes secretas que los demás no reconocen; se creen actores de la comedia humana; entran en la vida construyéndose un escenario, grande o pequeño, bajo o culminante, sombrío o luminoso; viven con perpetua preocupación del juicio ajeno sobre su sombra. Consumen su existencia sedientos de distinguirse en su órbita, de preocupar a su mundo, de cultivar la atención ajena por cualquier medio y de cualquier manera.
La diferencia, si la hay, es puramente cuantitativa entre la vanidad del escolar que persigue diez puntos en los exámenes, la del político que sueña verse aclamado ministro o presidente, la del novelista que aspira a ediciones de cien mil ejemplares y la del asesino que desea ver su retrato en los periódicos".
El hombre que pone su honor en el mérito propio y es juez supremo de sí mismo; asciende a la dignidad.
La sombra pone el suyo en la estimación ajena y renuncia a juzgarse; desciende a la vanidad.
Hay una moral del honor y otra de su caricatura: ser o parecer.
Cuando un ideal de perfección impulsa a ser mejores, ese culto de los propios méritos consolida en los hombres la dignidad, cuando el afán de parecer arrastra a cualquier abajamiento, el culto de la sombra enciende la vanidad.
Del amor propio nacen las dos: hermanas por su origen, como Abel y Caín. Y más enemigas que ellos, irreconciliables.
Son formas diversas de amor propio. Siguen caminos divergentes:
La una florece sobre el orgullo, celo escrupuloso puesto en el respeto de sí mismo; la otra nace de la soberbia, apetito de culminación ante los demás. El orgullo es una arrogancia originada por nobles motivos y quiere aquilatar el mérito;
la soberbia es una desmedida presunción y busca alargar la sombra".
Durante siglos, se ha tergiversado la verdadera acepción de palabras como orgullo:
"De ahí el equivocar la vanidad con la dignidad, que es su antítesis, y el intento de tasar a igual precio los hombres y las sombras, con desmedro de los primeros.
En su forma embrionaria revélase el amor propio como deseo de elogios y temor de censuras: una exagerada sensibilidad a la opinión ajena".
En los vanidosos, "el deseo de brillar en su medio y el juicio que sugieren al pequeño grupo que los rodea, son estímulos para la acción.
En los dignos el propio juicio se antepone a la aprobación ajena; en los mediocres se postergan los méritos y se cultiva la sombra. Los primeros viven para sí mientras que los segundos vegetan para los otros. Si el hombre no viviera en sociedad, el amor propio sería dignidad en todos; viviendo en grupos, lo es solamente en los caracteres firmes.
El elogio del mérito es un estímulo para su simulación. Obsesionados por el éxito, e incapaces de soñar la gloria, muchos impotentes se envanecen de méritos ilusorios y virtudes secretas que los demás no reconocen; se creen actores de la comedia humana; entran en la vida construyéndose un escenario, grande o pequeño, bajo o culminante, sombrío o luminoso; viven con perpetua preocupación del juicio ajeno sobre su sombra. Consumen su existencia sedientos de distinguirse en su órbita, de preocupar a su mundo, de cultivar la atención ajena por cualquier medio y de cualquier manera.
La diferencia, si la hay, es puramente cuantitativa entre la vanidad del escolar que persigue diez puntos en los exámenes, la del político que sueña verse aclamado ministro o presidente, la del novelista que aspira a ediciones de cien mil ejemplares y la del asesino que desea ver su retrato en los periódicos".